Ícaro en plenilunio

 


(Cuento para un día cualquiera)

Erase que se era una musa sin sueño. Los desvelos le tenían los ojos rodeados por discos oscuros. De tanto verla tras de su ventana la luna le había obsequiado un cutis platino. Cabellos de nieve. Sonrisa estentórea de ecos alucinantes.  Por las noches cuando se preparaba para dormir, seis caballeros hormigas se posaban a la altura de sus párpados jalándoselos para que no pudiese conciliar el sueño. El insomnio vestido de azul olvido hacía su aparición. Comandando un pelotón de hormigas negras  daba la orden de ataque cuando la oscuridad comenzaba a maquillar la noche. Los ojos de la musa comenzaban a expiar lágrimas de sueño. Entonces un pequeño conjunto de arqueros preparaba las flechas disparándolas a la diana camuflada en el iris. Decenas de saetas cruzaban el aire durante toda la noche haciendo que los ojos le ardieran al paroxismo del dolor. A medida que las horas pasaban iban adquiriendo un tono sangre rojizo.
Inquieta la musa se revolvía entre las sábanas mesándose los cabellos en cruenta desesperación. Los minutos desfilaban uno tras otro completando horas y horas despiertas. Cerca de la madrugada cuando las fuerzas habían menguado las ganas de dormir, se levantaba dando saltos y brincos -¿dónde habré leído esto?- Estiraba las ganas al punto de tocar el cielorraso de la habitación y empezaba la tarea por la que soportaba tanto desatino dejando por aquí por allá palabritas al descuido. Una palabrita bajo un hongo señorita. Otra sobre las flores de azahar. Una más en un atajo que había en un paraíso lejano. Otra escondida en las letras de la desesperación.
Por la madrugada llegaba un hombre extraño de semblante sereno. Ojos azules, manos finas de escritor sin rumbo. En llegandito el Ícaro -así se llamaba yo no tengo la culpa- de nobles sentires  recolectaba las palabras en una libreta de hojas hechas de sauce llorón en la que con fina letra garigoleada escribía versos de amor sereno.
Amor literario decía él
¿Es amor? cuestionaba ella en preguntitas juguetonas.
El Ícaro mirándola de soslayo se iba sin contestar. No es que fuera maleducado, lo que pasa que el aire juguetón de la musa cohibía su fina educación. Sin contar que debía mantener escondidas sus alas bajo la blanca camisa so riesgo de morir derretido bajo el fuego del amor eterno que la musa poseía en las yemas de los dedos escribientes. Caminar como si nada, cosechar palabras y mantener escondidas las alas no era cosa fácil menos si tomamos en cuenta que El Ícaro era hombre.
Pasaron los días, pasaron las noches. Pasaron los años.
El Ícaro y la musa disfrutaban su amor de letras. Sin corazones flechados entablaban pocas pláticas cortadas de tajo por el tic tac del reloj anunciando el despertar del sol y porque a él no le gustaba platicar caray.
Entonces
trastabillando la musa corría a esconderse bajo las sábanas de satín griego -¿o cómo era?- obsequiadas por el poeta una noche de luna caduca. La verdad ella prefería las sábanas de manta que su mamá le hacía cosiendo costales de azúcar comprados al tendero de la esquina. Hay que hacer pequeños sacrificios repetía una y otra vez la mente polvosa de la musa. Quería estar un poco a la altura de las circunstancias al tiempo que las hormigas cansadas también por la duermevela continua dejaban caer los párpados bajo un suave sopor tempranero.
Mientras tanto al ver a la musa alejarse El Ícaro empezaba a armar el rompecabezas de palabras que la musa le había regalado.
Pasado el mediodía por arte de magia el poema más hermoso del mundo era encontrado en el buzón de la musa sin sueño.
Poema de amor deshabitado entre un poeta y su musa.
-¿Amor literario?- preguntaba ella con mohín travieso.
-Amor de cualquier manera- respondía él pensativo.
Y colorín colorado este cuento de amor literario se ha acabado.


Fin






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